Sugieroleer.blogspot.- Ricardo Bajo H.
“El boliviano perdido, la novela-viaje de
Daniel Mayer, es la esperada e inevitable crónica del éxodo de la clase
media boliviana a la no siempre amorosa Madre Patria”, así habla
Giovanna Rivero, la escritora cruceña de Montero en la contratapa de la
‘ópera prima’ de este joven escritor paceño. Y no, pues El boliviano
perdido (editorial La Hoguera, 2010) no es una novela sobre la
inmigración.
De las 180 páginas apenas las últimas 60 transcurren en
España. Y es una pena, pues lo mejor del debut de Daniel Mayer Valda
llega al final. Pareciera que el novel escritor comenzó a narrar sin
saber el rumbo, de manera desprolija, sin tenerla clara, gastando
pólvora en gallinazo.
El boliviano perdido es, en realidad, el retrato
de una juventud de clase media paceña empobrecida, desclasada,
arribista, corrupta, pobre de espíritu, acomplejada, mantenida, racista,
hedonista y drogadicta, borracha, sin compromiso, falsa, narcisista,
ignorante, educada pero inculta, idiotizada por el YouTube, la ‘Play’ y
la televisión por cable llegada de afuera, desengañada, indiferente,
frustrada, amarga, atea por culpa de madres beatas y padres
alcoholizados, estúpida, sin futuro, sin horizontes, terriblemente
conflictuada, en un permanente callejón sin salida, apátrida, sin
identidad, tránsfuga.
Sebastián –el protagonista, alter ego del
escritor– es un ‘veintegenario’, un Peter Pan que se niega a crecer,
joven de la zona Sur de La Paz, del barrio de Los Pinos, acomplejado de
su clase, soñando con pertenecer a la clase alta con la que se codea en
el colegio y la universidad. Otra vez lo autobiográfico como uno de los
“errores” más frecuentes de los literatos noveles (junto a la imitación
estilística de sus paradigmas).
Sebas huye a Europa para volver rico y
el sueño se torna en pesadilla. Estereotipo que despierta a la cruda
realidad de la explotación laboral, la indiferencia social y la
xenofobia en su viaje hacia el despertar de la inocencia en España.
El
estilo trepidante, rabioso y desenfadado concentra en ese instante,
lamentablemente en el epílogo, su mejor ‘tempo’ y ritmo. La descripción y
la realidad cruda de los trabajos basura de los inmigrantes bolivianos
en Europa (de pizzero, de limpiador de baños, de laburante en una
joyería de lujo, de vago sin remedio…) son, sin duda, señales
prometedoras de un narrador en ciernes, con el pesimismo fantasmal otra
vez como santo y seña de la nueva generación de escritores
bolivianos.
La migración narrada no como ansiada escalera social de
progreso personal sino como descenso a los infiernos adornado de
desempleo, crisis, drogas, trago barato y gorroneo (una de tantos
regionalismos españoles que adornan la novela, a ratos sobrando los
cargosos chaval y macho) es la mejor virtud de la obra de Mayer,
emparentándola con novelas más cerradas, complejas y ricas como El
exilio voluntario, del cochabambino Claudio Ferrufino, ganadora del
premio Casa de las Américas, La Habana, Cuba.
Y aunque la primera
parte de El boliviano perdido sea excesivamente larga y reiterativa, no
quita para que tenga buenos pasajes como la denuncia de un racismo
latente y de larga data, posado y reposado en la clase social retratada:
“En La Paz las primeras palabras que aprendí siendo chiquitito fueron
chola, india y Coca-Cola. Después mamá, papá, cosa que nunca conté a
nadie. No me acusen de racista, uno no quiere ser racista pero uno se
cría en esos ambientes pues, y termina siendo narcisista.
El chip de la
desigualdad lo lleva uno desde pequeño”.
La obra de Mayer no viene a
ser otra cosa (siguiendo la feroz autocrítica de excelentes películas
como Zona Sur, de Juan Carlos Valdivia) que el reflejo en el propio
espejo de una clase decadente que sueña con el arribismo social, pero
que es consciente de que incluso las clases populares son más felices:
“Santusa era de Batallas, nuestra empleada doméstica, la recuerdo como
una persona transparente, de mente muy despejada. Feliz, bonita, con su
cabello negro, sus trenzas largas y su carita risueña y redonda. Creo
que ella, con los numerosos hijos que tuvo después, ocho, y sus muchos
problemas era más feliz que nosotros y nuestro mundo de amarguras
complejas y contradicciones”.
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