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lunes, 27 de febrero de 2012
Sushi a la cochabambina
El Cronista de Cochabamba, Ramón Rocha.- No sé qué tiene el sushi, el colmo de la sutileza, que te llena y sin embargo te levantas de la mesa tan liviano como cuando te sentaste con hambre. Para un paladar criollo es una agresión por defecto: ¿cómo se puede concebir algo tan desprovisto de sabores rotundos como ese fragmento de cilindro forrado con arroz? Saboreábamos una bandeja de sushis en Brazilian Coffee, donde tengo un chef que es muy buen amigo, cuando nos preguntamos cómo servirían esa bandeja en Cochabamba, y convinimos en que esos 40 cilindros descansarían en una cama de papas, chuñu p’uti, arroz y fideo, quizá todo rociado con una chorrillana, una “sarsa” de silpancho o una llajua con quilquiña y cebolla picada fina. Secretos para disfrazar la falta de sabor.
Es curioso que los criollos corrijamos el sabor de lo que nos sirven usando, como es habitual, la llajua, que adormece o realza, según, otros sabores pero no los deja manifestarse solitos. Eso no ocurre en una mesa francesa, donde corregir el sabor de un platillo valiéndose de una alcuza es una ofensa al dueño del restaurante.
Mi sabio mentor Michel Onfray dice que en la mesa del pobre escasean las carnes y abundan las féculas. ¿No es una buena descripción de la cocina criolla cochabambina?
Dice Onfray: Ver un país no es suficiente, también hay que oírlo y saborearlo, dejarse penetrar por él a través de todos los poros de la piel. El cuerpo es la única vía de acceso al conocimiento. Grimod de la Reyniere dijo muy bien que la única geografía que no aburre es la gastronómica.
Leo y releo esa frase maravillosa y recuerdo que un diario paceño me consultó por qué no había un plato nacional. Contesté de inmediato: ¿Cómo? ¿Hay acaso plato nacional en el mundo? Decir “cocina francesa” o “cocina mexicana” es una simplificación abusiva, porque la verdadera cocina es regional es el fruto mayor de una cultura local. Por eso hay denominaciones de origen para quesos y vinos, y deberíamos extenderlos a los platos. Cada sitio, cada aldea tienen su cocina y hay que conocer sus sabores.
En esto me halaga saber que los cocineros de cepa tienen el paladar abierto, el paladar y la mente, y entonces se complacen en probarlo todo en cada lugar que visitan. Así me ocurre con David Carranza, maestro extremeño casado con mi hija Raquelita, a quien le gusta “la casquería”, es decir, las menudencias, y por eso cuando llega lo llevo a comer ranga, riñón, chorizo, fricasé y silica, un gusto mayor, aunque grueso, insuperable tal como se prepara en la Plazuela Osorio, hogar de la ilustre familia Quinteros.
Por eso me gusta concebir a Cochabamba como un país y entonces describir sus olores y sabores. Este es el propósito de la serie de artículos que inauguro hoy con esta breve nota sobre una frase feliz de mi maestro mayor, el filósofo francés Michel Onfray.
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